Emprendí
mi viaje. Pero no de pie al lado de la salida viviendo con ansia el momento de
bajar la primera, sino sentada. Pero no sentada en el sitio más próximo al
pasillo rezando porque nadie se pusiera a mi lado y me pudiera dar una breve
conversación; me senté sin miedo cerca de la borda para poder contemplar el
agua del río, empeñada en disfrutar del recorrido sin pensar demasiado en el
destino y lo que este me tenía preparado. Caronte reclamó su moneda. Ya no
había marcha atrás.